EL PROGRESIVO DEL SIGLO XXI - 7: The Chronicles of Father Robin (Noruega)

Hubo un momento en el tiempo en que el Hammond rugía como un dios herido y las voces parecían invocar tormentas eléctricas desde el más allá. Era el año 1979, y mientras muchos daban por muerto al rock progresivo, dos espíritus indomables se cruzaron en el umbral de lo improbable: Vincent Crane, el arquitecto del abismo sonoro, y Arthur Brown, el chamán teatral de la psicodelia. Lo que surgió de aquel encuentro no fue un simple disco...Fue un último hechizo, una despedida cargada de fuego, lirismo y gravedad.
Corría el año 1979. El punk había pateado las puertas del rock con botas sucias y desprecio por el virtuosismo. El progresivo, herido y exiliado, se deshacía en mutaciones barrocas o caía al silencio. Muchos creían que los brujos de la psicodelia ya estaban gastados, encerrados en discos polvorientos. Pero el fuego no se apaga así de fácil, no cuando quedan brasas vivas como Vincent Crane y Arthur Brown, dos de las mentes más inquietas, teatrales y delirantes que nos dejó la Inglaterra lisérgica.
Crane, el arquitecto del órgano en Atomic Rooster, y Brown, el chamán incendiario que alguna vez se coronó como el “Dios del Fuego” en The Crazy World of Arthur Brown, se reencontraron después de años sin hablar. No se saludaron con formalidades, sino con una idea fija:
“Vamos a hacer algo. Algo que nadie espere. Algo más rápido que la velocidad de la luz.”
Crane, siempre envuelto en tormentas mentales y melodías a punto de estallar, tenía una carpeta de composiciones inéditas. Música escrita en la noche, entre hospitales, cigarrillos y largas sesiones de introspección. Brown, eterno actor sonoro, se unió sin pensarlo. “Si esto va a sonar como una misa galáctica con órganos endemoniados, cuenten conmigo”, dijo.
Se metieron a un modesto estudio londinense con un plan claro: crear sin restricciones, grabar sin miedo y producir sin filtros. El resultado fue una criatura inusual, exuberante, teatral, densa y emocional. Una obra bautizada con un nombre premonitorio y rotundo: Faster Than the Speed of Light…. Y entonces llegó el momento de encender las máquinas
La grabación fue tan intensa como caótica. En menos de dos semanas, las piezas se ensamblaron como si una fuerza invisible empujara el proceso desde las sombras. Brown improvisaba letras y melodías con máscaras tribales puestas, caminando en círculos en el estudio para “llamar a las musas por mareo”, como él mismo decía.
En la canción "Storm Clouds", grabó la voz en una sola toma: sin letra escrita, sin ensayo. Cuando terminó, el productor dijo:
“No se repite. Esa no fue una interpretación, fue una posesión.”
Crane, mientras tanto, usaba pedales de distorsión de guitarra para convertir su Hammond en un animal mitológico. En vez de notas, arrojaba lenguas de fuego, estampidas cósmicas. Algunos pasajes suenan como si el teclado estuviera escapando de un agujero negro, y otros como si flotara sobre un lago de mercurio.
El disco se mueve entre el rock progresivo tardío, el soul ácido, el funk teatral y una espiritualidad desgarrada. No hay un género claro, solo una sensación: esto es lo último que diremos, y lo diremos gritando. Las tensiones entre ambos eran constantes: discutían sobre arreglos, tempos y efectos, pero al final se abrazaban, exhaustos y satisfechos. Brown dijo en una entrevista:
“Crane y yo éramos como dos lunas colisionando. Chocábamos, brillábamos, y dejábamos cráteres sonoros.”
La portada, hecha por un amigo de Crane en una noche de absenta y café, muestra rayos surcando un rostro en éxtasis. Así mismo suena el álbum: eléctrico, profético y errante. Pese a su intensidad, el disco fue ignorado por la crítica de la época. Nadie sabía cómo categorizarlo. Pero el tiempo, siempre sabio, lo convirtió en un objeto de culto, especialmente en Alemania y Japón, donde lo escuchaban como un testamento sagrado de dos locos hermosos que no quisieron envejecer con elegancia.
Fue el último gran viaje de Vincent Crane antes de su trágico adiós en 1989. Para muchos, este disco es su epitafio musical: un torbellino de emociones al borde del abismo, tocado con alma, furia y sin pedir perdón.
Cierra la sesión, abre el alma. Faster Than the Speed of Light no es un disco para oír de fondo. Es para escucharlo con los ojos cerrados y la mente abierta. Para sumergirse en ese espacio intermedio donde el rock se vuelve teatro, el alma grita y el Hammond echa alas.
Crane & Brown: dos nombres, un último vuelo.
El Hammond alzó vuelo. Y aún lo escuchamos cruzar las estrellas.
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